lunes, 28 de noviembre de 2016

Anclaje

  

Desde que tengo uso de razón la recuerdo sentada en los bancos colindantes al bloque de pisos donde vivimos. Se pasa ahí todo el día, por obligación más que por convicción, junto a su madre anciana y el resto de amigas de ésta. Cuadran perfectamente. La madre y sus cuatro tertulianas ocupan, casi milimétricamente, con sus orondas posaderas, cada uno de los centímetros de superficie que el banco ofrece para sentarse. Allí pasan los días, en su reducto costumbrista, con  desgastados camisones y anticuadas conversaciones. Ella se mantiene al lado, en su silla de ruedas, con gesto torcido, la boca abierta y manos  deformes a causa de la artrosis; uno de los regalos con los que su enfermedad degenerativa la ha obsequiado. No habla, pese a comprenderlo todo, pues ninguna de sus acompañantes se dirige a ella. Ya es adulta, toda una mujer, pero la siguen vistiendo como a una niña.

No puedo evitar mirarla, lo hago sin reparo, desde mi balcón, una vez he acostado a los niños. Debe tener mi edad. Me pregunto si siempre fue así, si su mirada perdida alguna vez miró decidida, si la visión que tiene del mundo consiste en algo más que su pequeña habitación y el banco. Si pudo caminar. Si es consciente, cuánto, si piensa, el qué, si tiene preocupaciones, cuáles. Hoy hace frío, mucho, ¿A qué espera su madre para resguardarla? Qué mayor está, quizás estaría mejor atendida en un centro. No sé el por qué de tanta empatía. Pienso que soy egoísta por querer separarlas, será mejor que me acueste.

Esta noche, en plena madrugada, me he despertado sudando. He tenido un sueño. Cogí un trozo de papel que había en el cajón de la mesita de noche, no quería olvidarlo y lo escribí; a la  mañana siguiente, más lúcido, pude leerlo:

“Agarré su silla, nadie pareció mirarme, la dirigí durante un tiempo. Ella temblaba. Dejamos atrás los pisos, el banco, el posterior parque y las colinas. Llegamos a un extraño lugar donde solo había hierba negra. Ella habló, me dijo que nunca había estado allí. La hierba era larga, espesa, densa; se enredaba en los radios de las ruedas. Tomé el control, empujé con fuerza la silla hasta salir de ahí y llegar a una explanada de grava fina. Me miró a los ojos, corre, me dijo. Lo hice, tanto como pude, la silla empezó a vibrar. El reposapiés se desprendió, lo mismo sucedió con el reposabrazos, las barras de las crucetas salieron disparadas y las ruedas directamente desaparecieron, junto a los mangos de empuje. Paré, estaba exhausto. Ella no lo hizo. Seguía recta, a lo lejos pude ver como ya, sin asiento ni respaldo, flotaba avanzando por la explanada.”


Era temprano, los primeros rayos de sol y el olor a pan recién horneado entraban a la par por la ventana. Salí aún bostezando, quería un par de piezas. Entonces la vi en su silla, al lado del banco, estaba sola, su madre habría regresado a casa a por algún objeto olvidado y las amigas de la susodicha aún no habrían despertado.

-Buenos días –Dije, sin obtener respuesta alguna, mientras le dirigía una sonrisa y miraba su montura perfectamente ensamblada.

martes, 1 de noviembre de 2016

El agujero negro de nuestra habitación



Hay un agujero en nuestro cuarto. Un agujero negro que lo atrapa todo en el cosmos de nuestra habitación. Al principio era imperceptible,  minúsculo, pero podía sentirlo así que lo busqué. Apareció en forma de mota oscura justo detrás del marco de fotos de las vacaciones, ése que estaba en la estantería de pallets, esquinado, junto al pequeño cactus y tus antiguos libros de arte. Con el tiempo ha ido creciendo. No sólo eso, se ha desplazado. Recuerdo el día en que desperté y ahí estaba, con la forma de de una pequeña roca y el color del petróleo más crudo, junto al soporte que sostenía el televisor en la pared. Hace mucho de eso. Más tarde pasó a presidir la habitación, en el techo, justo encima de la cama, ahí donde paso el tiempo tumbado mirando absorto la oscuridad perpetua, el negro opaco del inmenso agujero de nuestra habitación.

Hace un año me despertaron unas gotas. Un lóbrego lodo caía arrítmicamente, provenía de lo más profundo del agujero de nuestra habitación. Me mantuve impávido, no sentí miedo, sólo quería dormir. Pude ver brillar, entre ensoñaciones, como si de la opalescencia fulgurante de una piedra preciosa se tratase, las extintas pupilas de nuestra pequeña. ¿Cómo disociar, cuando ambas confluyen en el recuerdo, la desdicha de la partida y la pasión del amor que os profesaba?

Las cartas siguen llegando a tu nombre y, una vez atorado el buzón, se acumulan en el umbral de la puerta. 

Se cumplen cinco años del accidente. La habitación ya no puede llamarse como tal, sólo es oscuridad donde andar a tientas, ni las caras pastillas del Doctor logran que entren partículas de luz a través de la ventana. He pensado en salir de la habitación pero sería absurdo pues una minúscula mota oscura ha aparecido hoy en mi piel. Puedo sentirla, la he buscado.