"Ya sabes que
nunca me decantaré por regalarte piropos
a los oídos, no es mi estilo el agasajar, repudio el halago fácil al igual que tú
acabarás por repudiarme a mí. Jamás te regalaré flores, ni sabré apaciguar tu
enfado mediante comprensión o con una de esas conversaciones que reducen el
fuego abrasador a una cálida llama. Seguramente no te merezca, debido a mi falta de empatía o a mi
taciturnidad, a que hace tiempo que no logro admirarte como te mereces; ni a ti
ni a nadie. Eres mi enésimo intento de forjar “algo”, la enésima vez que me veo
escupido por las olas, que naufrago en la orilla, que intento andar con paso
firme en un camino que yo mismo adoquiné. Perdóname por mis regresos, aún más
que por mis huidas. Por jugar contigo sabiendo desde un principio cómo esto acabaría,
sé que en un primer momento resulto entrañable, que parezco un Señor Humbert
moderno que no deja ver a los demás los monstruos que le carcomen. Pero están
ahí, créeme. Cada vez más aislado, menos sociable, más ensimismado, paródico y enfermo;
ya te habrás dado cuenta. Siento que no
quepas en mi refugio, atestado de cine, libros y complejos, pero sin hueco para
ti.
Gregorio."
Se despertó en habitación ajena, la de un hotel
perteneciente a una ciudad dormitorio de una gran capital. Era más temprano que
de costumbre, bostezó tres veces y, mientras yacía bocarriba, observó el
pecaminoso espejo situado en el techo de la habitación; justo encima de la cama
donde se encontraba. Podía ver en él a su acompañante, una poco grácil mulata,
presa aún del sueño. Desprovisto Gregorio ya del mismo, aunque la resaca
perduraba, logró zafarse del entramado casi arácnido que las sábanas formaban alrededor
de su pierna. Pudo vestirse y, mientras se liaba tabaco en papel de lenta
combustión, dejó cien euros en la mesita
de noche próxima a su desahogo; hacía tiempo que había sido conquistado por la
poca involucración que el sexo fácil le aportaba. Mientras abandonaba el hotel,
sintiéndose más vacío que nunca, se hurgó en los bolsillos de su arrugado pantalón
encontrando la carta que escribió el día anterior, tristemente se había
convertido en una tradición con cada relación que había tenido; la
animadversión que sentía por los móviles y la cobardía de hacerlo cara a cara
descartaban cualquier otro método posible. Debía entregarla.
Era temprano, el amanecer iluminaba su cara de tal forma que
la propia oscuridad que sentía parecía imperceptible. Tras recorrer a pie menos distancia de la que
hubiera deseado llegó a la estación de Cantaelgallo, estaba completamente
vacía, compró un billete para el primer tren y lo tomó. Le resultaba raro,
había cogido ese tren en multitud de ocasiones, pero no recordaba que el túnel
que atravesaba a mitad de trayecto fueran tan sumamente extenso; la ausencia de
luz en el mismo permitió que el cristal que tenía en frente le devolviese
nítidamente su reflejo. Y entonces rió. Rió alto y durante un largo tiempo, por
ver la caricatura en que se había convertido, por fallar tanto y a tantos, por
auto imponerse que era único, complicado y diferente. Por no saber, ni
siquiera, hacia dónde se dirigía el tren.