viernes, 27 de mayo de 2016

Autoengaño



"Ya sabes que nunca me decantaré  por regalarte piropos a los oídos, no es mi estilo el agasajar, repudio el halago fácil al igual que tú acabarás por repudiarme a mí. Jamás te regalaré flores, ni sabré apaciguar tu enfado mediante comprensión o con una de esas conversaciones que reducen el fuego abrasador a una cálida llama. Seguramente no te merezca,  debido a mi falta de empatía o a mi taciturnidad, a que hace tiempo que no logro admirarte como te mereces; ni a ti ni a nadie. Eres mi enésimo intento de forjar “algo”, la enésima vez que me veo escupido por las olas, que naufrago en la orilla, que intento andar con paso firme en un camino que yo mismo adoquiné. Perdóname por mis regresos, aún más que por mis huidas. Por jugar contigo sabiendo desde un principio cómo esto acabaría, sé que en un primer momento resulto entrañable, que parezco un Señor Humbert moderno que no deja ver a los demás los monstruos que le carcomen. Pero están ahí, créeme. Cada vez más aislado, menos sociable, más ensimismado, paródico y enfermo; ya te habrás dado cuenta.  Siento que no quepas en mi refugio, atestado de cine, libros y complejos, pero sin hueco para ti.

Gregorio."


Se despertó en habitación ajena, la de un hotel perteneciente a una ciudad dormitorio de una gran capital. Era más temprano que de costumbre, bostezó tres veces y, mientras yacía bocarriba, observó el pecaminoso espejo situado en el techo de la habitación; justo encima de la cama donde se encontraba. Podía ver en él a su acompañante, una poco grácil mulata, presa aún del sueño. Desprovisto Gregorio ya del mismo, aunque la resaca perduraba, logró zafarse del entramado casi arácnido que las sábanas formaban alrededor de su pierna. Pudo vestirse y, mientras se liaba tabaco en papel de lenta combustión, dejó  cien euros en la mesita de noche próxima a su desahogo; hacía tiempo que había sido conquistado por la poca involucración que el sexo fácil le aportaba. Mientras abandonaba el hotel, sintiéndose más vacío que nunca, se hurgó en los bolsillos de su arrugado pantalón encontrando la carta que escribió el día anterior, tristemente se había convertido en una tradición con cada relación que había tenido; la animadversión que sentía por los móviles y la cobardía de hacerlo cara a cara descartaban cualquier otro método posible. Debía entregarla.


Era temprano, el amanecer iluminaba su cara de tal forma que la propia oscuridad que sentía parecía imperceptible.  Tras recorrer a pie menos distancia de la que hubiera deseado llegó a la estación de Cantaelgallo, estaba completamente vacía, compró un billete para el primer tren y lo tomó. Le resultaba raro, había cogido ese tren en multitud de ocasiones, pero no recordaba que el túnel que atravesaba a mitad de trayecto fueran tan sumamente extenso; la ausencia de luz en el mismo permitió que el cristal que tenía en frente le devolviese nítidamente su reflejo. Y entonces rió. Rió alto y durante un largo tiempo, por ver la caricatura en que se había convertido, por fallar tanto y a tantos, por auto imponerse que era único, complicado y diferente. Por no saber, ni siquiera, hacia dónde se dirigía el tren.