Desde que tengo uso de razón la
recuerdo sentada en los bancos colindantes al bloque de pisos donde vivimos. Se
pasa ahí todo el día, por obligación más que por convicción, junto a su madre
anciana y el resto de amigas de ésta. Cuadran perfectamente. La madre y sus
cuatro tertulianas ocupan, casi milimétricamente, con sus orondas posaderas,
cada uno de los centímetros de superficie que el banco ofrece para sentarse. Allí
pasan los días, en su reducto costumbrista, con
desgastados camisones y anticuadas conversaciones. Ella se mantiene al
lado, en su silla de ruedas, con gesto torcido, la boca abierta y manos deformes a causa de la artrosis; uno de los
regalos con los que su enfermedad degenerativa la ha obsequiado. No habla, pese
a comprenderlo todo, pues ninguna de sus acompañantes se dirige a ella. Ya es
adulta, toda una mujer, pero la siguen vistiendo como a una niña.
No puedo evitar mirarla, lo hago
sin reparo, desde mi balcón, una vez he acostado a los niños. Debe tener mi
edad. Me pregunto si siempre fue así, si su mirada perdida alguna vez miró
decidida, si la visión que tiene del mundo consiste en algo más que su pequeña
habitación y el banco. Si pudo caminar. Si es consciente, cuánto, si piensa, el
qué, si tiene preocupaciones, cuáles. Hoy hace frío, mucho, ¿A qué espera su
madre para resguardarla? Qué mayor está, quizás estaría mejor atendida en un
centro. No sé el por qué de tanta empatía. Pienso que soy egoísta por querer
separarlas, será mejor que me acueste.
Esta noche, en plena madrugada,
me he despertado sudando. He tenido un sueño. Cogí un trozo de papel que había
en el cajón de la mesita de noche, no quería olvidarlo y lo escribí; a la mañana siguiente, más lúcido, pude leerlo:
“Agarré su silla, nadie pareció mirarme, la
dirigí durante un tiempo. Ella temblaba. Dejamos atrás los pisos, el banco, el
posterior parque y las colinas. Llegamos a un extraño lugar donde solo había
hierba negra. Ella habló, me dijo que nunca había estado allí. La hierba era
larga, espesa, densa; se enredaba en los radios de las ruedas. Tomé el control,
empujé con fuerza la silla hasta salir de ahí y llegar a una explanada de grava
fina. Me miró a los ojos, corre, me dijo. Lo hice, tanto como pude, la silla
empezó a vibrar. El reposapiés se desprendió, lo mismo sucedió con el
reposabrazos, las barras de las crucetas salieron disparadas y las ruedas
directamente desaparecieron, junto a los mangos de empuje. Paré, estaba
exhausto. Ella no lo hizo. Seguía recta, a lo lejos pude ver como ya, sin
asiento ni respaldo, flotaba avanzando por la explanada.”
Era temprano, los primeros rayos de sol y el olor a pan recién horneado
entraban a la par por la ventana. Salí aún bostezando, quería un par de piezas. Entonces
la vi en su silla, al lado del banco, estaba sola, su madre habría regresado a
casa a por algún objeto olvidado y las amigas de la susodicha aún no habrían
despertado.
-Buenos días –Dije, sin obtener respuesta alguna, mientras le dirigía
una sonrisa y miraba su montura perfectamente ensamblada.
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