Tienes que subir ésa foto. Sí, la que te hiciste ayer,
apoyada en esa pared de ladrillos. Pero a ver, antes necesito verla; no sonríes
lo suficiente. Mañana iremos de nuevo. Volverás a inclinarte sobre ti misma
mientras te dejas caer sobre el muro y, cuando gires levemente la cabeza, te
reirás. No es tan importante la risa, el sonido, como que la sonrisa sea amplia
y de tal forma pueda verse. Habrá varios intentos. ¿Cómo distinguir la foto
correcta entre tantas? No te preocupes, lo sentirás al verla. Recuerda, la
sonrisa debe ser inmensa, exagerada. Tienen que verse tus relucientes dientes
blancos, la mueca será forzada, pero es la única forma de que cada una de las
filas de 16 dientes nacarados se aprecien. Quizás, con el esfuerzo, la mandíbula
acabe desencajándose e incluso la situación de los carrillos, sometidos a
presión, resulte artificiosa; no importa, la naturalidad nunca fue el
leitmotiv de este juego. Para capturar el gesto superlativo necesitarás achinar
tus, ya de por sí, rasgados ojos y elevar la comisura de tus abiertos y
estirados labios como si del repunte de una gráfica se tratase. La nariz se
achatará, se contraerá sobre los pliegues de sus forzados cartílagos mientras
ramificaciones de arrugas se forman en el contorno. Tranquila, los extraños
apenas notarán los embustes, argucias y artimañas, ni éstas se mimetizarán
dejando estragos en tu maltratado rostro, el deforme semblante nunca podrá ser
relacionado con la expresión de psicópatas, desdoblados y maniquíes. Poco
importa esa mirada impostada, la sonrisa de lata y la felicidad de paja. A
nadie le interesa lo que el flash de tu móvil no es capaz de iluminar. Perdón,
lo siento, no quería decir eso. Venga, alegra esa cara. Hagámoslo de nuevo,
sécate las lágrimas y ensaya.
La costilla flotante
jueves, 28 de junio de 2018
miércoles, 8 de febrero de 2017
Amor
Al llegar a casa encontró sus maletas en la puerta. Con las
manos temblorosas y el corazón encogido salió de allí para iniciar otro camino.
No se sintió desdichado sino más bien henchido, quien nunca supo lo que es amar no
comprende la fortuna de aquel cuyo amor fue correspondido.
viernes, 6 de enero de 2017
Paréntesis
22 de diciembre. La fecha lleva más de un mes marcada en rojo en el calendario, y no porque la esperases con ansias, sino por ser un compromiso ineludible, como la comunión del hijo de un familiar lejano o la reunión anual con esos amigos de la infancia que el tiempo termina por distanciar. No te apetece, pero vas. Quizás para demostrarte que no eres el bicho raro que sospechas ser y que aún te importa eso de los lazos afectivos o, al menos, para aparentarlo ante los demás.
Llegas pronto, la impuntualidad es algo que nunca nadie ha
podido reprocharte. La cena tiene lugar en un ostentoso restaurante de la
ciudad. La idea es del jefe, cómo no, empecinado en mostrarse pudiente de la
manera más rimbombante posible; capaz de fumar cigarrillos Treasure Black de importación
y de llevar exclusivos gemelos con partes móviles en el puño de sus camisas
pero incapaz, eso sí, de arreglar la averiada cisterna del váter de tu planta
de trabajo. Mientras recuerdas el regusto a heces de compañeros que debías
soportar en cada visita al baño, éstos empiezan a entrar. Están casi todos, la
velada comienza a engalanarse con falsas sonrisas y chascarrillos de catálogo. Al
menos Javier ha venido, se sienta a tu lado. Belinda algo más lejos, fiel a la
timidez que os tiene acostumbrados, ocupa una de las esquinas con la compañía
más anodina de la empresa, el protagonismo lo acabará tomando en las distancias cortas;
aunque solo contigo. Es recia, alta y desgarbada pero, contraria a lo seguridad
que su aspecto puede sugerir, es retraída y su cuello sustenta una permanente mirada
hacia abajo eludiendo todo contacto visual. Puro contraste. La noche se sucede
con platos ridículamente pequeños que se justifican con nombres como
“deconstrucción de…” y “esferificación de…”, entre lobotomizados maniquíes que
agasajan y sonríen cualquier ademán del jefe por contar una nueva anécdota y,
por supuesto, entre tus bostezos internos. Todo según lo previsto.
Agradeces que la cena finalice pronto, ahora, en el oscuro
reservado del pub de turno, las rayas de cocaína son unas compañeras de empresa
más. Te dejas llevar. Da igual quién las prepara, para Javier y para ti siempre
hay una, te reservas el privilegio de chupar la pantalla del móvil. Contrarrestas
el alcohol provocando un tenso equilibrio, eres Philippe Petit cruzando las
Torres Gemelas sobre un cable de hierro. El funambulista seguro sobre el
abismo. La mayoría de compañeros ya se han ido. Te aceleras, el efecto
vasodilatador toma el control, pagas tu locuacidad con Belinda. Al día
siguiente, como si de ensoñaciones se tratasen, recordarás tu periplo con ella hacia el baño; pero no
ahora, actúas por mero instinto. Abstraído
por las drogas, la música alta y una falsa sensación de libertad solo eres
consciente de esnifar la última sobre su monte de Venus, antes de iniciar una
larga embestida que terminaría por tu desánimo y flacidez. Te marchas.
Empieza a amanecer en el largo camino de regreso a casa, los
rayos de Sol hacen la función de bálsamo. Te sorprendes a ti mismo, no estás en
tan mal estado. Caminas seguro, sin remordimientos y con sensación de
victoria, los excesos quedarán como anécdota de un día que ha sido excepción. Siempre
te has tenido por una persona íntegra en lo que a valores y principios se
refiere y el cruzar en una noche algunas líneas rojas no va a
convencerte de lo contrario. ¿Será mañana otro día? ¿Acabará pesándote tanta
transgresión? El cielo se está nublando. Un impulso te hace pasarte por una tiendecita que acaba de
abrir, compras uno de esos juguetes coleccionables que a él tanto le gustan.
Entras en casa, ambos duermen aún, el juguete lo colocas en su mesita de noche
para que lo vea al despertarse. Siempre discutes mucho con tu mujer por el
hecho de que los niños, hoy en día, reciben tantos regalos que eso les impide
valorarlos; se convierten en una sucesión de objetos que pasan de sus manos a
la estantería para no volver a ser usados. Así es como se les malcría, haciendo
que no atribuyan a cada cosa el valor que le corresponde. Pero hoy qué importa. Será otra excepción, ¿Por qué no poder tener esa concesión, acaso no es Navidad?
lunes, 28 de noviembre de 2016
Anclaje
Desde que tengo uso de razón la
recuerdo sentada en los bancos colindantes al bloque de pisos donde vivimos. Se
pasa ahí todo el día, por obligación más que por convicción, junto a su madre
anciana y el resto de amigas de ésta. Cuadran perfectamente. La madre y sus
cuatro tertulianas ocupan, casi milimétricamente, con sus orondas posaderas,
cada uno de los centímetros de superficie que el banco ofrece para sentarse. Allí
pasan los días, en su reducto costumbrista, con
desgastados camisones y anticuadas conversaciones. Ella se mantiene al
lado, en su silla de ruedas, con gesto torcido, la boca abierta y manos deformes a causa de la artrosis; uno de los
regalos con los que su enfermedad degenerativa la ha obsequiado. No habla, pese
a comprenderlo todo, pues ninguna de sus acompañantes se dirige a ella. Ya es
adulta, toda una mujer, pero la siguen vistiendo como a una niña.
No puedo evitar mirarla, lo hago
sin reparo, desde mi balcón, una vez he acostado a los niños. Debe tener mi
edad. Me pregunto si siempre fue así, si su mirada perdida alguna vez miró
decidida, si la visión que tiene del mundo consiste en algo más que su pequeña
habitación y el banco. Si pudo caminar. Si es consciente, cuánto, si piensa, el
qué, si tiene preocupaciones, cuáles. Hoy hace frío, mucho, ¿A qué espera su
madre para resguardarla? Qué mayor está, quizás estaría mejor atendida en un
centro. No sé el por qué de tanta empatía. Pienso que soy egoísta por querer
separarlas, será mejor que me acueste.
Esta noche, en plena madrugada,
me he despertado sudando. He tenido un sueño. Cogí un trozo de papel que había
en el cajón de la mesita de noche, no quería olvidarlo y lo escribí; a la mañana siguiente, más lúcido, pude leerlo:
“Agarré su silla, nadie pareció mirarme, la
dirigí durante un tiempo. Ella temblaba. Dejamos atrás los pisos, el banco, el
posterior parque y las colinas. Llegamos a un extraño lugar donde solo había
hierba negra. Ella habló, me dijo que nunca había estado allí. La hierba era
larga, espesa, densa; se enredaba en los radios de las ruedas. Tomé el control,
empujé con fuerza la silla hasta salir de ahí y llegar a una explanada de grava
fina. Me miró a los ojos, corre, me dijo. Lo hice, tanto como pude, la silla
empezó a vibrar. El reposapiés se desprendió, lo mismo sucedió con el
reposabrazos, las barras de las crucetas salieron disparadas y las ruedas
directamente desaparecieron, junto a los mangos de empuje. Paré, estaba
exhausto. Ella no lo hizo. Seguía recta, a lo lejos pude ver como ya, sin
asiento ni respaldo, flotaba avanzando por la explanada.”
Era temprano, los primeros rayos de sol y el olor a pan recién horneado
entraban a la par por la ventana. Salí aún bostezando, quería un par de piezas. Entonces
la vi en su silla, al lado del banco, estaba sola, su madre habría regresado a
casa a por algún objeto olvidado y las amigas de la susodicha aún no habrían
despertado.
-Buenos días –Dije, sin obtener respuesta alguna, mientras le dirigía
una sonrisa y miraba su montura perfectamente ensamblada.
martes, 1 de noviembre de 2016
El agujero negro de nuestra habitación
Hay un agujero en nuestro cuarto. Un
agujero negro que lo atrapa todo en el cosmos de nuestra habitación. Al principio
era imperceptible, minúsculo, pero podía
sentirlo así que lo busqué. Apareció en forma de mota oscura justo detrás del
marco de fotos de las vacaciones, ése que estaba en la estantería de pallets,
esquinado, junto al pequeño cactus y tus antiguos libros de arte. Con el tiempo
ha ido creciendo. No sólo eso, se ha desplazado. Recuerdo el día en que
desperté y ahí estaba, con la forma de de una pequeña roca y el color del
petróleo más crudo, junto al soporte que sostenía el televisor en la pared. Hace
mucho de eso. Más tarde pasó a presidir la habitación, en el
techo, justo encima de la cama, ahí donde paso el tiempo tumbado mirando
absorto la oscuridad perpetua, el negro opaco del inmenso agujero de nuestra
habitación.
Hace un año me despertaron unas gotas.
Un lóbrego lodo caía arrítmicamente, provenía de lo más profundo del agujero
de nuestra habitación. Me mantuve impávido, no sentí miedo, sólo quería dormir. Pude ver
brillar, entre ensoñaciones, como si de la opalescencia fulgurante de una
piedra preciosa se tratase, las extintas pupilas de nuestra pequeña. ¿Cómo disociar,
cuando ambas confluyen en el recuerdo, la desdicha de la partida y la pasión del
amor que os profesaba?
Las cartas siguen llegando a tu nombre
y, una vez atorado el buzón, se acumulan en el umbral de la puerta.
Se cumplen cinco años del accidente.
La habitación ya no puede llamarse como tal, sólo es oscuridad donde andar a
tientas, ni las caras pastillas del Doctor logran que entren partículas de luz
a través de la ventana. He pensado en salir de la habitación pero sería absurdo pues una minúscula mota oscura ha aparecido hoy en mi piel. Puedo
sentirla, la he buscado.
domingo, 28 de agosto de 2016
Idealizar
Mi habitual piel pálida lucía un camaleónico y efímero tono
tostado; me sentí satisfecho al estar bordando el papel de turista. Es medio
día, los rayos del Sol caen perpendiculares haciendo que cualquier protección
resulte inoperante y el asfixiante calor empuja a adentrarse en esa bañera
gigante de agua salada, algas y excrementos encubiertos. Siempre procuro bucear
con la boca cerrada. Con las yemas arrugadas y los oídos taponados esperé en la orilla a
que te despojarás de esa niña que se había apoderado de tu cuerpo adulto, que
te impedía dejar de jugar con las olas. Te saciaste. Nos alejamos del mar para adentramos
en el pajar de arena, y así buscar nuestra aguja con forma de sombrilla.
Pensaba que la masificación era propia de Benidorm, no de una cala aparentemente
paradisíaca de un pueblo mallorquín; pese a mi desidia la encontramos, más bien
la encontraste, nos tumbamos. Las altas temperaturas secaron nuestros cuerpos al
instante, quedando una fina capa de sodio blanco como única prueba del baño.
-Sólo sé algo con certeza sobre el verano –Espeté poniendo
fin a un largo, y cómodo, silencio-. Es la más terrenal y banal de las
idealizaciones del ser humano.
-No es por parecer estúpida, Gregor –Contestaste y, mientras
unías nuestras dos toallas, que se habían separado de tal forma que una
frontera de arena surgió entre nosotros, terminaste de apuntillar–. ¿Es necesario que te pongas tan trascendental
siempre? Eres nostálgico al extremo, hasta tal punto que estás empezando a
serlo de estas vacaciones que aún no han terminado. No lo niegues, te conozco–
sonreíste tiernamente antes de continuar, no sin cierta sorna–. Aún te quedan
dos días de vacaciones, cariño, y no se me ocurre peor forma de desperdiciarlos
que caer en tu habitual ensimismamiento.
-Es precisamente lo contrario. Piénsalo, el verano es la
idealización errónea y periódica de 2 meses al año, siempre te acabará
decepcionando por no alcanzar las expectativas desmesuradas que en él tenías
puestas. Todas tus ilusiones son depositadas en un reducto, en un oasis, del
calendario; convirtiendo el verano en la necesaria redención a un año de
frustraciones y esfuerzos. Con semejante perspectiva, ¡Ni un viaje estival a la
Luna te haría sentirte realizado! ¿Cómo sentirse satisfecho, pues, una vez que
éste acaba y eres consciente de que no significó ni la milésima parte de lo
esperado?
-Ya sé por donde vas…Para colmo, cuando termina, debes
readaptarte a lo mundano y empezar a autoengañarte para el siguiente verano.
-Ahora piensas como yo.
-Si no he dicho nada –Elevaste los ojos hasta dejarlos en
blanco, pude verlo a través de tus gafas nacaradas, resoplaste–. No sé si reír o
llorar ¿Ya estás, otra vez, imaginando que respondo lo que quieres escuchar?
-Soy racional sólo en la medida en que no puedo evitarlo. El amor y, por ende, la
persona amada es de las pocas cosas que sí merecen ser idealizadas. Cariño.
viernes, 27 de mayo de 2016
Autoengaño
"Ya sabes que
nunca me decantaré por regalarte piropos
a los oídos, no es mi estilo el agasajar, repudio el halago fácil al igual que tú
acabarás por repudiarme a mí. Jamás te regalaré flores, ni sabré apaciguar tu
enfado mediante comprensión o con una de esas conversaciones que reducen el
fuego abrasador a una cálida llama. Seguramente no te merezca, debido a mi falta de empatía o a mi
taciturnidad, a que hace tiempo que no logro admirarte como te mereces; ni a ti
ni a nadie. Eres mi enésimo intento de forjar “algo”, la enésima vez que me veo
escupido por las olas, que naufrago en la orilla, que intento andar con paso
firme en un camino que yo mismo adoquiné. Perdóname por mis regresos, aún más
que por mis huidas. Por jugar contigo sabiendo desde un principio cómo esto acabaría,
sé que en un primer momento resulto entrañable, que parezco un Señor Humbert
moderno que no deja ver a los demás los monstruos que le carcomen. Pero están
ahí, créeme. Cada vez más aislado, menos sociable, más ensimismado, paródico y enfermo;
ya te habrás dado cuenta. Siento que no
quepas en mi refugio, atestado de cine, libros y complejos, pero sin hueco para
ti.
Gregorio."
Se despertó en habitación ajena, la de un hotel
perteneciente a una ciudad dormitorio de una gran capital. Era más temprano que
de costumbre, bostezó tres veces y, mientras yacía bocarriba, observó el
pecaminoso espejo situado en el techo de la habitación; justo encima de la cama
donde se encontraba. Podía ver en él a su acompañante, una poco grácil mulata,
presa aún del sueño. Desprovisto Gregorio ya del mismo, aunque la resaca
perduraba, logró zafarse del entramado casi arácnido que las sábanas formaban alrededor
de su pierna. Pudo vestirse y, mientras se liaba tabaco en papel de lenta
combustión, dejó cien euros en la mesita
de noche próxima a su desahogo; hacía tiempo que había sido conquistado por la
poca involucración que el sexo fácil le aportaba. Mientras abandonaba el hotel,
sintiéndose más vacío que nunca, se hurgó en los bolsillos de su arrugado pantalón
encontrando la carta que escribió el día anterior, tristemente se había
convertido en una tradición con cada relación que había tenido; la
animadversión que sentía por los móviles y la cobardía de hacerlo cara a cara
descartaban cualquier otro método posible. Debía entregarla.
Era temprano, el amanecer iluminaba su cara de tal forma que
la propia oscuridad que sentía parecía imperceptible. Tras recorrer a pie menos distancia de la que
hubiera deseado llegó a la estación de Cantaelgallo, estaba completamente
vacía, compró un billete para el primer tren y lo tomó. Le resultaba raro,
había cogido ese tren en multitud de ocasiones, pero no recordaba que el túnel
que atravesaba a mitad de trayecto fueran tan sumamente extenso; la ausencia de
luz en el mismo permitió que el cristal que tenía en frente le devolviese
nítidamente su reflejo. Y entonces rió. Rió alto y durante un largo tiempo, por
ver la caricatura en que se había convertido, por fallar tanto y a tantos, por
auto imponerse que era único, complicado y diferente. Por no saber, ni
siquiera, hacia dónde se dirigía el tren.
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